Unos días antes del desfile, su escritorio se llenaba de pequeñas fichas rosas, que se iban rellenando a medida que se completaban los prototipos, a partir de las cuales Christian Dior en persona determinaba el precio de cada uno. Registraban el tiempo que se había dedicado a cada prototipo, así como los costes de mano de obra y de los materiales necesarios para crearlo. A esto se le añadían los costes generales, los gastos de seguridad social y el margen de beneficios. A pesar de todo esto, el precio de la prenda debía corresponderse con su categoría, por lo que un pequeño vestido de lana no podía venderse por el precio de un vestido de noche, aunque hubiera requerido muchas horas de trabajo.

Dos veces al año, Christian Dior diseñaba las colecciones de alta costura a partir de las cuales se construía todo lo demás, y supervisaba la gestión impecable de la Maison hasta el más mínimo detalle. Escribió que la alta costura era, por encima de todo, “un laboratorio, y los prototipos de vestidos” que se difundían luego por todo el mundo. Gracias a su iniciativa, la Maison comenzó rápidamente a establecer relaciones comerciales en el extranjero mediante la creación de sucursales o la concesión de licencias de producción.